“Felices son los padres cuya vida constituye un reflejo tan fiel de lo divino que las promesas y las órdenes de Dios despiertan en el niño gratitud y reverencia: […] los padres que, al enseñar al niño a amarlos, confiar en ellos y obedecerles, le enseñan a amar a su Padre celestial, a confiar en el y a obedecerle.
Los padres que imparten al niño un don tal lo dotan de un tesoro más precioso que las riquezas de todos los siglos, un tesoro tan perdurable como la eternidad” (Profetas y reyes, pp. 184, 185)